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Pasión de los hombres, Pasión de Dios
5 abril 2023
Pasión de los hombres, Pasión de Dios
La Semana Santa es el momento del año en que los cristianos recuerdan la Pascua, el gran paso de Jesús a través de una muerte ignominiosa a una vida definitiva, plena y realizada. Este paso es el suyo propio, pero se ofrece a todos, está abierto a todos. La Pasión de Jesús asume la pasión de la humanidad. Es, en todos los sentidos de la palabra, una pasión de Dios por los seres humanos.
La situación del mundo, con la guerra en Ucrania, la inflación, las tensiones de todo tipo tras la pandemia, exasperada por el egoísmo individual y colectivo, sume en el sufrimiento a muchos seres humanos inocentes: el de los niños deportados a Rusia, el de los enfermos abandonados, el de los heridos olvidados en el campo de batalla, el de los emigrantes que nadie quiere acoger. El crucificado del Gólgota se solidariza con todos los crucificados de la historia humana.
La meditación de un poeta, Pierre Emmanuel, puede ayudarnos a percibir mejor el vínculo particular de Jesús crucificado con el sufrimiento de todos los tiempos. La del pintor Marc Chagall le muestra solidario con el pueblo judío en pleno Éxodo (el cuadro lleva este título), ya sea el del Éxodo (véanse los barcos arriba a la izquierda - Exodus-) o el de Moisés (que sostiene las tablas de la Ley abajo a la derecha). Es el vía crucis de la historia humana.
Michel Van Aerde
El corazón de Cristo
Aquella vieja historia del Gólgota, el rostro santo, las santas mujeres, el soldado que con la punta de su lanza tiende el mundo empapado de hiel, el mismo que con el mismo hierro hace brotar el agua del seno del Justo... Tantos siglos de oración y de ascetismo y de éxtasis y tantas rodillas pulidas en los calvarios y tantos soles amarillentos en las pinturas y la pátina de tantas lágrimas y tantos últimos alientos en el marfil crucificado...
Por la cruz y la rueda, por el fuego y la palma, por el hacha y la cuerda, ¡en la fosa común de la historia han caído tantos torturados! Y, sin embargo, la memoria de los hombres se obsesiona con los sufrimientos de uno solo. Los demás sufren y mueren: la muerte les muestra misericordia, y el momento de su último aliento trae la eternidad a sus frentes. Como si sus tormentos nunca hubieran sido: como si sólo hubieran tomado un camino lateral, a la vista de la cruz, para llegar al umbral común. Por eso el remordimiento de los verdugos no dura, la sonrisa de un niño lo disipa, o esa rama de cerezo que les roza cuando regresan a casa, con el trabajo hecho. Una vez más son hombres entre los hombres, y eso es bueno. No más que la sombra de una pequeña nube pesa sobre un lago, no más que el ala de una gaviota levanta las profundas olas, el recuerdo de los muertos no perturba a los vivos, y eso es bueno. Si los sollozos de los torturados permanecieran en nuestras gargantas, toda la tierra habría perecido de asfixia desde Caín. En verdad, ya no podríamos vivir, si no fuéramos criaturas nacidas del olvido, pronto olvidadas. Y, sin embargo, nada se olvida, cada grito derramado en el desierto se filtra al fin en el mantel eterno, el rostro de todos los rostros, la Presencia cuya entera extensión ocupa toda presencia efímera: cada grito de cada instante, aquí cae, de cerca en cerca, despertando los grandes círculos de la historia, los grandes ciclos de nuestra especie, los grandes órdenes del cielo nocturno. Todo se mantiene unido: y este mismo instante que vivimos vuelve a nosotros infinitamente, ya difundido hasta la curva extrema de la altura, y a través de ella se hace eco hasta el centro donde estamos, que está en nosotros más profundamente que nosotros mismos. En verdad, ya no podríamos vivir si nuestros actos volvieran a golpearnos en la cara, después de esta trayectoria infinita e instantánea que recorren en todas las direcciones de la duración: vuelven, sin embargo, pero es un Otro bajo ellos el que se tambalea, el que ha asumido por nosotros todos los pecados del mundo que cada uno de nosotros ha cometido. Y por eso la vieja historia del Gólgota sigue atormentando a los hombres. No porque un hombre sufriera la cruz: ¡tantos otros han sufrido cosas peores, que tal vez desearían ser clavados a las puertas, para poner fin a sus tormentos! Sino porque un hombre en el cenit del mundo está eternamente en agonía, porque en esta hora eterna de hace dos mil años, que es la única que no ha huido como todas las demás, la única que cada uno de nosotros efímeros vive en este hombre eternamente Sufre eternamente en su carne, que es la nuestra, y su espíritu, que sofocamos en nosotros, sufre cada uno de nuestros sufrimientos y debilidades de hombres, cada una de nuestras injusticias y de las injusticias que soportamos, y el dolor de la víctima y el deleite del verdugo y su inefable miseria común y el insoportable absurdo de todo ello.
Los que se estrangulan al final del camino y los que se empalan por miedo a la hoguera, los que se creen constreñidos por la vida y aquellos para los que el instinto de vivir es un lujo, aquellos cuyo corazón ya no tiene tiempo para amar y aquellos cuyo amor sin objeto se convierte en odio, los que viven sabiéndose muertos y los que mueren sin haber nacido, los apasionados por la muerte de Dios y los perseguidos por la muerte cotidiana, los que hacen matar en nombre del Hombre y los que hacen matar por el pan, aquellos cuya desesperación es su orgullo y aquellos cuyo aturdimiento es su asilo, los cabezones hidrocefálicos y las pobres almas atrofiadas, los despilfarradores de lugares comunes y los sin lugar aparcados en espejismos, sí, las alimañas de los sin lugar aferradas a su propio montón, el picor intolerable de una conciencia que sólo sirve para verse sufrir, ¿qué razón de ser tiene todo esto que lo hace inmune a su propio escándalo? Y este hombre que ya no tiene nada propio, ni siquiera el espacio de su cuerpo, este enumerador de estrellas invisibles que no sabe dónde poner el talón, este espíritu fuerte cuya extraña gloria es revolcarse en la nada, este más pobre de los pobres, pues es el único que no está encerrado en su fin como la piedra, la brizna de hierba o la hormiga, ¿por qué este hombre es el Único? ¿Qué prueba tiene de sí mismo que niegue su eterna inanidad?
Una vieja historia en la que ya no creemos, y sin embargo algo en nosotros a pesar nuestro, en este silencio al borde de nuestro ser donde seguimos vivos de una vida donde la nuestra está dañada, en esta ceguera por exceso de luz, esta sordera por trueno que se derrumba, algo en nosotros sigue eternamente viviendo esta historia, creyendo en el hombre a causa de ese hombre, preservando sin saberlo del río absurdo con sus orillas de sangre y ceniza, el tiempo, el lugar, la permanencia de este milagro.
Creo: ven en ayuda de mi incredulidad. Te has retirado de los sacerdotes y maestros, de todos aquellos que han hecho de Tu cruz el cetro de su poder, y te han entronizado en las nubes para reinar aquí abajo en Tu lugar. Te has retirado de todas Tus imágenes y de los sagrarios con llaves de oro y de las custodias y de los relicarios y de los pedazos de la verdadera cruz y de los lienzos de la tumba, pero no Señor de nosotros mismos que ya no creemos en Ti, que desesperadamente creemos sólo en Ti.
Porque Tu Palabra es una palabra de hombres, no dirigida a nosotros desde fuera, sino que debe nacer al final, debe brotar, debe estallar al final, de nuestro silencio y de nuestra indiferencia y de nuestra espera ignorante y de nuestra sed demasiado absoluta para atormentarnos más y del abismo de nuestra hambre que hemos renunciado a sondear. Tú estás en nosotros, Señor, y en este momento en que el absurdo parece tan total que ya no esperamos nada de nada, ni siquiera de la muerte, cuando estamos más allá del último gemido de la bestia, viviendo de una inexistencia vidriosa indefinidamente dócil a cualquier cosa, he aquí que en la superficie de este fango que estamos formando estallan ya burbujas de palabras, todas irisadas con los colores del cielo…
Pierre Emmanuel, Babel, Desclée de Brouwer, 1951, p. 243 et suivantes